*Alex
Darío Rivera M.
“Siendo,
se es…”
Parménides
En mi caso personal, desde temprana edad
comprendí que la posibilidad de acercarse curioso a las páginas de un libro, en
un país como en el que por aquellos azares del destino había nacido, era un
privilegio de pocos. Nacido en el seno familiar que encabezó un digno conductor
de baronesas y, posteriormente de autobuses interurbanos como fue mi padre; en
la casa, aunque con austeridad, nunca nos faltaron los alimentos, el modesto
vestuario y la atención de otras necesidades fundamentales; pero el salario de
mi viejo nunca fue suficiente para un libro. A pesar de dicha ausencia, desde
pequeño hojeaba con curiosidad los periódicos, las revistas en las clínicas y
los comics en las barberías del pueblo. Cuando esos insumos no eran factibles,
la radio se convertía en un deleite fabuloso para viajar a sitios ignotos
acompañado por Kaliman o Julian Gallardo; entrada la noche, antes de ir a la
cama para mañanear a la escuela al día siguiente, con un dejo de curiosidad y
pavor, Jorge Montenegro nos sumergía en el sueño con sus Cuentos y Leyendas de
Honduras. Ante la ausencia de esas posibilidades, encontrarse en el barrio o en
la aldea con personas fabulosas para narrar hechos reales o ficticios fue y
sigue siendo una forma de escapar, construir, criticar y reinterpretar las
“realidades”. Si bien es cierto, la oralidad ha sido una característica del
santabarbarense y del hondureño en general, ésta es una tradición que llegada
la electricidad y con ello, la televisión, el celular, los videojuegos y el
internet ha perdido su “magia" para establecer hilos intergeneracionales
en nuestras comunidades, aun así, en cada poblado, el encanto de contar sigue
en boca de perreros y cuentistas que ofrecen resistencia en una sociedad como
la nuestra, en las que el verbo “contar”, casi siempre se asume en su acepción
relacionada con el “tanteo” o el “cálculo” y cada vez menos frecuente en
función de “referir” o “narrar”. Así la tradición se salvaguarda y revitaliza
en la sabiduría popular, en la palabra del campo, en el hogar humilde cerca del
fogón o en la esquina de la pulpería en un poblado cualquiera, donde el contar
es a fin de cuentos (no de cuentas) la posibilidad de trascender hacia mundos
cargados de ensoñación, recuerdos gratos y tiempos mejores; escenarios éstos,
negados a diario por un hoy sumamente violento y doloroso en el que sobrevivir
se ha convertido en sinónimo de vivir. Volviendo al tema de los libros, el
departamento de Santa Bárbara, otrora referente educativo-cultural del país, en
cuya ciudad cabecera a finales del siglo XIX ya funcionaba una imprenta, un
periódico (El Progreso) y un centro de educación media, hoy en día, con una
población cercana a los 400 mil habitantes no existe una librería, ni un teatro
y escasos centros de promoción artística y cultural, ante el desdén de las
instituciones públicas “responsables”. Pese a ese desolador paisaje cultural,
uno se encuentra en cada rincón de este departamento –y del país- niños y niñas
con potenciales artísticos e intelectuales sorprendentes, negándose a
desaparecer, fiel testimonio de que la pobreza no ha podido negar la
posibilidad de soñar, sonreír y resistir. En ese sentido, se pone en evidencia
un sistema político, social, económico y educativo en el que las necesidades
del ser humano se perciben –exclusivamente- en términos materiales y no de
orden intelectual o espiritual (no religioso), donde el énfasis de las
superficiales políticas estatales solo se detienen de manera demagógica e
incierta en maquillar las causas estructurales de la pobreza, en ocultar –como
expertos ilusionistas- las consecuencias generadas por la injusticia del
sistema imperante, lo que acentúa la lógica de atender las “necesidades”
inmediatas relacionadas con la supervivencia, ante la ausencia permanente y
cíclica de una visión de mañana. Ante ello, urge una visión estatal que se
encargue desde la academia o sobre la base de la cultura popular, primeramente a
preservar y promover esa tradición popular que aún se conserva en la oralidad
pueblerina, pero que también ofrezca espacios “formales” para potenciar a esa
niñez y juventud de manera integral, pretendiendo que seamos capaces de vincularnos
y dimensionarnos en relación a otras tradiciones culturales donde esta
cosmovisión particular encuentre procesos de sinergia en el contexto de la
cultura universal. En otras palabras, buscar que esa “tramposa” idea de “Aldea
Global” no se oferte como un ente “globalizador” que alcance su propósito de
clonarnos, de volvernos réplicas, de programar sociedades heterogéneas en
sociedades homogéneas, puesto que las características culturales nos vuelven
rebeldes ante las lógicas propuestas por el neocolonialismo. Tampoco debemos
olvidar que el ser humano sensibilizado por el arte o sensible al arte, asume
un compromiso político con ideales humanos nobles, puesto que se torna crítico ante
la injusticia, ante el dolor del otro, defensor de la vida en todas sus
manifestaciones, pues el arte como culto a la belleza, rinde tributo a la vida
misma. En el inicio del entusiasmo político que vuelve a cobrar vitalidad,
incorporar este tema debe ser una necesidad impostergable, puesto que no ha
sido un tema del discurso y menos de la acción política durante la historia
“partidista” hondureña; desde luego, al tradicionalismo no interesará nunca,
puesto que su discurso ha estado caracterizado, a fin de cuentos, por la demagogia, el hurto y la artimaña.
*Catedrático
y escritor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario