miércoles, 23 de octubre de 2013

A fin de cuentos…




*Alex Darío Rivera M.

“Siendo, se es…” 
Parménides
En mi caso personal, desde temprana edad comprendí que la posibilidad de acercarse curioso a las páginas de un libro, en un país como en el que por aquellos azares del destino había nacido, era un privilegio de pocos. Nacido en el seno familiar que encabezó un digno conductor de baronesas y, posteriormente de autobuses interurbanos como fue mi padre; en la casa, aunque con austeridad, nunca nos faltaron los alimentos, el modesto vestuario y la atención de otras necesidades fundamentales; pero el salario de mi viejo nunca fue suficiente para un libro. A pesar de dicha ausencia, desde pequeño hojeaba con curiosidad los periódicos, las revistas en las clínicas y los comics en las barberías del pueblo. Cuando esos insumos no eran factibles, la radio se convertía en un deleite fabuloso para viajar a sitios ignotos acompañado por Kaliman o Julian Gallardo; entrada la noche, antes de ir a la cama para mañanear a la escuela al día siguiente, con un dejo de curiosidad y pavor, Jorge Montenegro nos sumergía en el sueño con sus Cuentos y Leyendas de Honduras. Ante la ausencia de esas posibilidades, encontrarse en el barrio o en la aldea con personas fabulosas para narrar hechos reales o ficticios fue y sigue siendo una forma de escapar, construir, criticar y reinterpretar las “realidades”. Si bien es cierto, la oralidad ha sido una característica del santabarbarense y del hondureño en general, ésta es una tradición que llegada la electricidad y con ello, la televisión, el celular, los videojuegos y el internet ha perdido su “magia" para establecer hilos intergeneracionales en nuestras comunidades, aun así, en cada poblado, el encanto de contar sigue en boca de perreros y cuentistas que ofrecen resistencia en una sociedad como la nuestra, en las que el verbo “contar”, casi siempre se asume en su acepción relacionada con el “tanteo” o el “cálculo” y cada vez menos frecuente en función de “referir” o “narrar”. Así la tradición se salvaguarda y revitaliza en la sabiduría popular, en la palabra del campo, en el hogar humilde cerca del fogón o en la esquina de la pulpería en un poblado cualquiera, donde el contar es a fin de cuentos (no de cuentas) la posibilidad de trascender hacia mundos cargados de ensoñación, recuerdos gratos y tiempos mejores; escenarios éstos, negados a diario por un hoy sumamente violento y doloroso en el que sobrevivir se ha convertido en sinónimo de vivir. Volviendo al tema de los libros, el departamento de Santa Bárbara, otrora referente educativo-cultural del país, en cuya ciudad cabecera a finales del siglo XIX ya funcionaba una imprenta, un periódico (El Progreso) y un centro de educación media, hoy en día, con una población cercana a los 400 mil habitantes no existe una librería, ni un teatro y escasos centros de promoción artística y cultural, ante el desdén de las instituciones públicas “responsables”. Pese a ese desolador paisaje cultural, uno se encuentra en cada rincón de este departamento –y del país- niños y niñas con potenciales artísticos e intelectuales sorprendentes, negándose a desaparecer, fiel testimonio de que la pobreza no ha podido negar la posibilidad de soñar, sonreír y resistir. En ese sentido, se pone en evidencia un sistema político, social, económico y educativo en el que las necesidades del ser humano se perciben –exclusivamente- en términos materiales y no de orden intelectual o espiritual (no religioso), donde el énfasis de las superficiales políticas estatales solo se detienen de manera demagógica e incierta en maquillar las causas estructurales de la pobreza, en ocultar –como expertos ilusionistas- las consecuencias generadas por la injusticia del sistema imperante, lo que acentúa la lógica de atender las “necesidades” inmediatas relacionadas con la supervivencia, ante la ausencia permanente y cíclica de una visión de mañana. Ante ello, urge una visión estatal que se encargue desde la academia o sobre la base de la cultura popular, primeramente a preservar y promover esa tradición popular que aún se conserva en la oralidad pueblerina, pero que también ofrezca espacios “formales” para potenciar a esa niñez y juventud de manera integral, pretendiendo que seamos capaces de vincularnos y dimensionarnos en relación a otras tradiciones culturales donde esta cosmovisión particular encuentre procesos de sinergia en el contexto de la cultura universal. En otras palabras, buscar que esa “tramposa” idea de “Aldea Global” no se oferte como un ente “globalizador” que alcance su propósito de clonarnos, de volvernos réplicas, de programar sociedades heterogéneas en sociedades homogéneas, puesto que las características culturales nos vuelven rebeldes ante las lógicas propuestas por el neocolonialismo. Tampoco debemos olvidar que el ser humano sensibilizado por el arte o sensible al arte, asume un compromiso político con ideales humanos nobles, puesto que se torna crítico ante la injusticia, ante el dolor del otro, defensor de la vida en todas sus manifestaciones, pues el arte como culto a la belleza, rinde tributo a la vida misma. En el inicio del entusiasmo político que vuelve a cobrar vitalidad, incorporar este tema debe ser una necesidad impostergable, puesto que no ha sido un tema del discurso y menos de la acción política durante la historia “partidista” hondureña; desde luego, al tradicionalismo no interesará nunca, puesto que su discurso ha estado caracterizado, a fin de cuentos,  por la demagogia, el hurto y la artimaña.   
*Catedrático y escritor.

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