miércoles, 23 de octubre de 2013

Sebastiana, la popular Pichinga, pasó por esta tierra cantando y sonriéndole a la vida



Alex Darío Rivera M.*

Hace muchos años, en el antiguo poblado de Gualjoco, la vida se desarrollaba lentamente, los hombres en las actividades de la tierra y las mujeres, sentadas en el banco para trabajar junco, tejían sombreros, carteras, aritos y vaseras, pero sobre todo, tejían armonía y esperanza. En ese pueblito, vivía la alegre y cálida Sebastiana, a la que toda la gente, llamaba cariñosamente Pichinga.

Cada vez que se abre la aldaba de nuestros recuerdos, la recordamos con su sonrisa enorme, su larga falda multicolor, la blusa manga corta, el delantal siempre listo para la labor de cocina, su cuello ataviado de collares de lágrimas de San Pedro para espantar la tristeza y su gigantesca charra decorada con una flor roja siempre fresca, en la cual se podía proteger del sol y la lluvia todo el pueblo. Aún recordamos, el olor a junco y a quebrada de sus dos negras trenzas, ataviadas con una cinta roja que entonaba con la flor de su sombrero; sus pies descalzos que habían recorrido cada rincón de estas tierras buscando los chiles que luego vendería por todo el pueblo de Gualjoco y hasta en el pueblon de Santa Bárbara.

Para ganar la taza de café y el pan casero, cantaba cuanta canción sus vecinos le solicitasen, mismas que acompañaba con su charra a manera de guitarra, ella era la cigarra de las calles y corredores de este pueblo olvidado por Dios y por los hombres. De casa en casa anduvo sembrando alegría, esparciendo carcajadas y devolviéndole la sonrisa a la gente, que para aquellos años, ya la estaba perdiendo; al final de cada canción, ella cerraba con un grito eufórico, muy contagioso: “Ey… viva la Pichinga, jajaja”. Carcajadas, que según cuentan, se escuchaban a lo largo de toda la quebrada Gualjoco y, en palabras de otros, aún se continúan escuchando en altas horas de la noche.

Tener la presencia de Pichinga, era dar la bienvenida a la risa a flor de piel, la carcajada que se escapa sin darnos cuenta y decirle adiós al dolor, a la tristeza y la ira que ahora encarna el ser humano. “Ni lo quiera la Virgen de Suyapa.” –decía y se persignaba cuando alguien le quería usurpar su felicidad.

Un día, el pueblo amaneció triste, tan triste que ni las chicharras y los pájaros cantaban, ni el ruido del hueso tejiendo el junco dicen que se escuchaba; se nos había muerto la Pichinga, con ella, siento yo, que nos abandonó la alegría, el colorido y el privilegio de sentirnos felices de puro gusto, sin preguntarnos ¿por qué estamos alegres?, estar contentos de puro gustito.

Por ello, queremos recordar a ese ser que no morirá nunca en nuestros recuerdos y que para ello, se lo seguiremos contando a cada hijo que nazca en esta tierra, heredad que ella transitó campante, cantando y sonriéndole a la vida.

*Alex Darío Rivera M. Catedrático y escritor. Email: alexdesantabarbara@yahoo.com

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