Alex Darío Rivera M.*
Hace muchos años, en el antiguo poblado de
Gualjoco, la vida se desarrollaba lentamente, los hombres en las actividades de
la tierra y las mujeres, sentadas en el banco para trabajar junco, tejían
sombreros, carteras, aritos y vaseras, pero sobre todo, tejían armonía y
esperanza. En ese pueblito, vivía la alegre y cálida Sebastiana, a la que toda
la gente, llamaba cariñosamente Pichinga.
Cada vez que se abre la aldaba de nuestros
recuerdos, la recordamos con su sonrisa enorme, su larga falda multicolor, la
blusa manga corta, el delantal siempre listo para la labor de cocina, su cuello
ataviado de collares de lágrimas de San Pedro para espantar la tristeza y su
gigantesca charra decorada con una flor roja siempre fresca, en la cual se
podía proteger del sol y la lluvia todo el pueblo. Aún recordamos, el olor a
junco y a quebrada de sus dos negras trenzas, ataviadas con una cinta roja que
entonaba con la flor de su sombrero; sus pies descalzos que habían recorrido
cada rincón de estas tierras buscando los chiles que luego vendería por todo el
pueblo de Gualjoco y hasta en el pueblon de Santa Bárbara.
Para ganar la taza de café y el pan casero, cantaba
cuanta canción sus vecinos le solicitasen, mismas que acompañaba con su charra
a manera de guitarra, ella era la cigarra de las calles y corredores de este
pueblo olvidado por Dios y por los hombres. De casa en casa anduvo sembrando
alegría, esparciendo carcajadas y devolviéndole la sonrisa a la gente, que para
aquellos años, ya la estaba perdiendo; al final de cada canción, ella cerraba
con un grito eufórico, muy contagioso: “Ey… viva la Pichinga, jajaja”.
Carcajadas, que según cuentan, se escuchaban a lo largo de toda la quebrada
Gualjoco y, en palabras de otros, aún se continúan escuchando en altas horas de
la noche.
Tener la presencia de Pichinga, era dar la
bienvenida a la risa a flor de piel, la carcajada que se escapa sin darnos
cuenta y decirle adiós al dolor, a la tristeza y la ira que ahora encarna el
ser humano. “Ni lo quiera la Virgen de Suyapa.” –decía y se persignaba cuando
alguien le quería usurpar su felicidad.
Un día, el pueblo amaneció triste, tan triste que
ni las chicharras y los pájaros cantaban, ni el ruido del hueso tejiendo el
junco dicen que se escuchaba; se nos había muerto la Pichinga, con ella, siento
yo, que nos abandonó la alegría, el colorido y el privilegio de sentirnos
felices de puro gusto, sin preguntarnos ¿por qué estamos alegres?, estar
contentos de puro gustito.
Por ello, queremos recordar a ese ser que no morirá
nunca en nuestros recuerdos y que para ello, se lo seguiremos contando a cada
hijo que nazca en esta tierra, heredad que ella transitó campante, cantando y
sonriéndole a la vida.
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