Alex Darío Rivera M.*
En el año de 1792, don Juan José Fajardo y otros
vecinos examinaban el llano seleccionado para establecer la aldea. Entre las
observaciones realizadas por los habitantes del valle La Trinidad (partido de
San Pedro Sula), verificaron que esa pequeña planicie se encontraba en “el
camino real que venía de Comayagua”, que el sitio era “plano”, ideal para “la
formación de casas” y la temperatura tan buena que los que en ese lugar moraban
“alcanzaban avanzada edad”. El lugar era hermoso, bañado al norte por una
quebrada “llamada del Agua Blanca” que en tiempos de lluvia “tenía corrientes
abundantes” y pese a que “en abril y mayo solía secarse, quedaban pozos que
proveían de agua suficiente”. En cuanto a las tierras, manifestaron que eran
“fértiles para cosechar maíz, arroz, fríjoles y algodón” y “los montes
inmediatos propios para la crianza de ganado vacuno y caballar”, sin olvidar,
que dicha “aldea quedaría al pie de una escabrosa cuesta en el tránsito de ella
a Petoa, y así prestaría grandes utilidades a los pasajeros”. Pese al interés
del Subdelegado de Tencoa Blas José de Baena que pretendía ubicarlos en el
sitio de Monapa (y no en el actual) a pesar de sus desventajas, don José Manuel
Valenzuela quien fungió como Juez de Visita informó al Gobernador-Intendente
(García Conde) quien el 21 de marzo de 1794, aprobó la elección del sitio
mandando a “librar oficio al Subdelegado de Tencoa, encargado de la
jurisdicción de Chioda (Chinda), para que procediera a delinear las plazas y
calles de la Reducción y a proponer los sujetos que pudieran ser Alcaldes y
Regidores para que, confirmados por la Intendencia, se les nombrara el
correspondiente nombramiento. El 13 de mayo se realizó el trazo de La Trinidad
y el día siguiente en reunión vecinal eligieron como Alcalde a don Juan José
Fajardo, Escribano a don Miguel Felix Paredes, Regidor Mayor a don Cayetano
Fajardo, Regidor Segundo a don Pablo José de Paz, Alguacil Mayor a don Vicente
Rápalo; y por segundos a don Martín Fernández y don Francisco Pineda. Puesta esta
elección en conocimiento del Gobernador Intendente García Conde, fue
confirmada, y así, con más de veinte familias, se fundó la aldea La Trinidad.
Más de doscientos años después de lo que recoge el
legajo histórico recién compartido, La Trinidad, continúa siendo un típico
poblado con callejuelas angostas diseñadas para las recuas de carretas movidas
por tracción animal, techos de teja, frontales habitacionales con rasgos
arquitectónicos coloniales y la agraciada iglesia y el salón consistorial frente
a la misma plaza que midieron sus primeros habitantes. Pero quizás los rasgos
más característicos de este poblado no los encontremos en su arquitectura, sino
en su gente, adeptos al rito de conversar, contar, “perrear”, exagerar y en ese
afán curar, guardar palabras, significados, costumbres y tradiciones que se han
extinguido en otros lares. No cabe duda que la cultura nos vuelve rebeldes,
justamente porque profundiza nuestras raigambres, eso ha sucedido con La
Trinidad y es –en parte- lo que le ha permitido vincularse a un mundo
globalizado sin la penosa necesidad de deformarse. En esa dinámica de
reencuentro que genera la palabra y el acto colectivo, según el historiador
Eliseo Fajardo Madrid, cada ocho de diciembre como parte de las fiestas del
santoral católico se rinde culto a la Virgen María en la imagen de la
Inmaculada Concepción, en ese afán litúrgico, los devotos primitivos han
evocado de manera peculiar la posesión del Espíritu Santo a la Virgen María
madre del hijo de Dios.
Desde esa visión, las comunidades del occidente de
Honduras, al igual que en la edad media, manifiestan el recuerdo de esa
presencia a través de la iluminación del sendero por donde ella realizó su
peregrinación hasta el pesebre donde dio a luz al hijo de Dios. En La Trinidad,
cada familia católica recreó el ambiente espiritual de aquel acontecimiento de
manera peculiar, así surgió la costumbre de colocar frente a las viviendas y en
el camino, pequeñas construcciones de ocote encendido que –a la vez- permitían
liberarse del frío. Al construir la chimenea, solicitaban a la virgen deseos
con fervor religioso, cánticos, salutaciones e invocación al espíritu de
familiares que se habían ido a otras tierras o ya fallecidos. Al encender los
fogones al mismo tiempo, se compartía momentos de alegría, asimismo alimentos o
bebidas preparadas para esa ocasión. Una vez terminada la ceremonia, las
chimeneas quedaban encendidas y los miembros de la familia se encerraban en sus
viviendas; al siguiente día se recogía algún fragmento de ocote que no se había
quemado para ser usado como amuleto o conservarlo para el siguiente año.
Actualmente, la tradición está guardada en manos
jóvenes, del mañana, del siempre, quienes junto al poeta Delmer López desde la
Sociedad Cultural Palito Verde y el Grupo de Teatro La Siembra continúan
alentando para que este fuego, no se apague nunca. Las chimeneas son
extraordinarias esculturas de papel, alambre, madera y pegamento que después de
recorrer las principales calles, son incineradas iluminando el poblado como una
forma de reflexionar sobre lo efímero de lo material y lo perenne de la memoria
y la tradición oral, la posibilidad de permitir que el fuego del arte alimente
y entibie los sentidos y las emociones del Ser Humano hasta devolverle la magia
de la lucidez, la solidaridad, la valentía, la certeza, la fe y sus sueños
fraternos. Este año, la tradición se celebrará durante los
días ocho y once de diciembre acompañada de poesía y música
dedicada a la Niñez Hondureña como un gesto de esperanza y valoración de
los derechos humanos y defensa de nuestros recursos naturales.
*Alex Darío Rivera M. Catedrático y escritor.
Email: alexdesantabarbara@yahoo.com
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