“No
hay cambio, sin sueño;
como no hay sueño sin esperanza.”
Paulo Freire
Si me cuestionarán en torno
a designar el derecho “más significativo” relacionado con la niñez, sin temor
alguno mi respuesta fuese: ¡el derecho a la educación! Aunque posteriormente me
demande explicar el por qué de tal aseveración, puesto que considero que con
dicha alusión no pretendo categorizar los derechos, sino más bien dimensionar
ese derecho en función de que la educación en su amplio universo de significados
es el único camino en el que el ser humano se convierte en ser social
construyéndose individualmente en lo colectivo y viceversa. La educación es la ruta perfecta para la convivencia
humana, para el vivir en paz, no solo entre los humanos, sino con las diversas
manifestaciones vitales con las que compartimos esta casa común llamada tierra.
La educación nos posibilita el andar más corto y gratificante hacia nuestra
conversión en un ser social consciente, tolerante, crítico, coherente e
integralmente humano. El género Homo, desde que nace, es una posibilidad
abierta de realización en toda su dimensión integral, holística, totalizadora.
Lamentablemente, pese a la trascendencia del derecho a
la educación, continúa siendo para muchos niños y niñas, hondureños y
hondureñas, solo un sueño inalcanzable, una visión que la realidad objetiva les
niega y les oculta bajo un manto de indiferencia social y política
caracterizada por la voracidad y corrupción de una pequeña oligarquía que se ha
adueñado de todo, incluso del presente y futuro de la niñez. En función de lo
anteriormente enunciado, los sistemas educativos continúan orientados al sostén
de las estructuras políticas, sociales y económicas dominantes, alejándose cada
vez más de ese ansiado sueño de generar transformación. Han abandonado la
utopía de contribuir en la construcción de sociedades más justas, amorosas,
serviciales y solidarias, al contrario, estimulan la deshumanización en un
sentido proporcional a que lo material se vuelve prioritario, el ser humano se
soslaya por la maquina en las ansias de la rentabilidad económica, invisibiliza
a enormes sectores poblacionales sumidos en la miseria y la marginalidad, una
educación que como la lógica que rige el planeta, individualiza, fomenta la
mezquindad hacia el otro y, el consumo y la gula en el “yo”.
Siempre se nos
informa acerca de los adelantos en la cobertura y calidad educativa, pero la
realidad a veces nos ofrece otra lectura totalmente disímil de las
estadísticas, esto nos obliga a plantearnos la siguiente interrogante: ¿Qué
papel debe jugar la educación en una realidad contextual como la de América
Latina donde mueren más de cien niños y niñas cada hora, por enfermedades
curables o relacionadas con el hambre? ¿Cuál es el desafío educativo ha plantearse
en un sistema que posee una enorme industria productora de pobres y miserables,
de ciudadanos “desechados”, obsoletos?
Según un informe del
año 2004, el sistema educativo hondureño era el más atrasado del Centro
América, realidad que suponemos no ha cambiado, pues para ese año, apenas 32 de
cada 100 estudiantes (32%) lograban finalizar su primaria sin repetir grados
(Naciones Unidas). Es más, el 51% de los matriculados finaliza la educación
primaria con un promedio de 9,4 años y los niveles de deserción escolar cada
vez son más elevados. Quizás el más crítico de los problemas es que el sistema
educacional básico sólo cubre el 86,5% de quienes están en edad escolar,
mientras el 13,5% restante no puede acceder a la enseñanza (PNUD).
Según cifras de ese
mismo año (2004), el analfabetismo afectaba a más de medio millón de
hondureños/as, es decir, casi el equivalente de toda la población mayor de 15 y
menor de 40 años. Esta realidad, se agudiza ante la misérrima cantidad de
recursos públicos invertidos por parte del Estado en su faceta de subsidiario
del área educativa, de igual manera, la inequitativa propuesta educacional
carente de cantidad y calidad; esto ofrece un panorama desalentador, con pocas
esperanzas para los hondureños y hondureñas que nacidos en esta bondadosa
heredad, merecemos vivir en mejores condiciones de vida. Esto no invita a dejar
desfallecer nuestras utopías, paradójicamente, a este agreste panorama debemos
arrebatarle la posibilidad de soñar, ese deleite no debemos brindárselo y
guardar esas quimeras para nosotros, compartir esos delirios con otros y otras
que convencidos del contenido de libertad que habita en su esencia, seguimos
caminando, tomados de nuestras manos, compartiendo el solidario contenido de
nuestras alforjas y con la certeza de que un mundo más justo, ¡sigue siendo
posible!
*Alex Darío Rivera M. Catedrático
y escritor.
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