miércoles, 23 de octubre de 2013

La resistencia de un pueblo, en la obra de Carlos Mejía Godoy




* Alex Darío Rivera M.

Si bien es cierto el día a día, la realidad objetiva que se pasea frente a nuestros ojos cada mañana, cada tarde, cada noche, nos pone en evidencia un entorno apático, acre, corrosivo, agresivo, insensible y nos planta a un ser humano materializándose y vaciándose bajo la lógica demente del capitalismo. A pesar de que el humano del hoy con necedad se espía en el falaz espejo de su “realidad” asegurándole que el “ser” no es factible sin el “tener”, que el bienestar individual es más placentero que el colectivo, que el “yo” es más importante que el “nosotros”, donde lo “mío” prevalece sobre lo “nuestro” y lo “privado” poco a poco devora lo “público”. Aun conscientes de que esa dinámica tacaña nos aprisiona y convierte en sus seguidores, han logrado sobrevivir rescoldos de una lógica opuesta que transgrede esa “inexistencia” del “otro”, de “los otros”. Una de ellas, es la música de Carlos Mejía Godoy, un blasón que cuestiona la usurpación de la belleza, del arte percibido –exclusivamente- como mercancía o bien de consumo y la negación de la alegría a los históricamente “ninguneados”, por tanto, el canto de Carlos Mejía Godoy, podemos decir que se hizo pueblo, pero de igual manera, con toda certeza, el pueblo se hizo canto en la voz de Carlos Mejía Godoy, un pueblo que se niega a desaparecer, que impide que le borren sus recuerdos. Un canto que recoge las voces que se resisten a la deformación, resistiendo por continuar siendo él. Los conocedores en la materia, aseguran que la música de Carlos Mejía Godoy generó todo un proceso evolutivo en el canto hispanoamericano, a pesar de ello, su música no propicio una ruptura en la tradición folclórica, sino la volvió evidente, la hizo visible, la convirtió en canto, la puso de boca en boca con una alegría que trascendió esos falsos espejismos de las fronteras, eso, al introducir en su alforja de sembrador de cantos, de dador de palabra y sonidos, los sistemas interpretativos de su pueblo, de nuestro pueblo, que ha garantizado identidad al convertirse desde las mentalidades en elementos que ejercen un poder social integrativo, identitario, “nuestro”, que resiste frente a ese necio afán globalizador de convertirnos en réplicas de una cultura hegemónica y foránea. La magia de Carlos Mejía Godoy se genera desde ese encuentro con su voz y la algarabía de sus instrumentos musicales, en esa capacidad de hablarnos sobre tópicos de dimensiones universales a partir de personajes, experiencias y contextos sumamente locales o particulares. Ese sortilegio se genera justamente en el sentido de que si bien es cierto, las personas, los pueblos y las circunstancias que se avizoran en su obra pueden ser específicos, rurales e íntimos, las lecciones que se extraen de su música son portadoras de una jugosa carga de significados universales en decadencia como la alegría, la vida en comunidad, el amor, la justicia, la solidaridad y la dignidad humana. Creo que un aporte pocas veces dimensionado en la obra de Carlos Mejía Godoy ha sido la investigación, el  levantamiento, el rescate y la trascendencia en el tiempo y en el espacio del lenguaje popular, de las palabras, de los “decires” y las acepciones comunicativas del pueblo, un lenguaje poseedor de una sabiduría popular que cuestiona los formalismos de la vida y de la academia, aspecto lingüístico que ha logrado salvaguardarse en su canto hasta convertirse en una imperdurable herencia para estos pueblos pobres pero alegres. Desde esta perspectiva específica, él se ha convertido en un curador de palabras, en un celoso custodio de significados y en un gallardete de nuestra propia mismidad, de esa permanente resistencia a desaparecer, a dejar de ser lo que éramos, lo que hemos sido, lo que somos. Asimismo, es importante valorar que su obra ha explorado una inquietante fusión musical en la que se ha puesto en contexto instrumentos musicales, que por su origen modesto, han sido soslayados por el nuevo boom musical occidentalizado, propuesta que ha servido de escenario para redimir las voces (humanas e instrumentales) que ante las dictaduras vinieron y continúan siendo afónicas o silenciadas, su extraordinario aporte al proceso de “visibilizar” a los sujetos que la sociedad convierte en “invisibles” poniendo al pueblo como sujeto protagonista de su historia y de los procesos de transformación social, eso es resistir, pero más allá de eso, su música fue, es y seguirá siendo un aliento al cambio, una oferta alegre, tiernamente viva y juguetona de un paraíso en la tierra, de un permanente “nadar contra la corriente” donde los pobres comenzamos a atisbar un mundo más justo, más tierno, más humano, más alegre.  Sus cantos de esperanza y libertad, en un entorno gris y apático, se convirtieron en ese credo utópico que nos alienta a luchar, a no dejarnos abrazar por la desesperanza. Ese resistir a partir del extraordinario trabajo de Carlos Mejía Godoy, mismo que identificamos en nosotros ante la impotencia para dejar de tararear sus canciones, esas piezas poéticas que nos hacen percibir esa esencia de la vida que se detiene en esas “cosas” que carecen de precio pero que asumimos y valoramos por su valor, que no se pueden almacenar en una cuenta bancaria pero si abrigarse con plenitud en nuestras emociones, en el alma y en el espíritu humano, esos presentimientos sustanciosos que a través de su música nos pasea por caminos reales, que con cuyo sonido nos sentamos para abrevar el agua clara de los pozos para alentar el andar, que nos sensibiliza ante el sudor campesino y obrero que se destila con el trabajo digno pero –lamentablemente- aun explotado, es con esa música de fondo que nos detenemos en las lomas a disfrutar de ese verdor esmeralda de la milpa y a percibir extasiados, el sopor del nixtamal abrazado de la tortilla recién sacada del comal aunque el sistema nos cuchichee al oído que “el tiempo es oro” para perderlo en esos “vanos” placeres, a alzar la mirada y sentir en nuestros rostros el letargo de la lluvia deslizándose para fecundar el campo ante una taza de café que de sorbo en sorbo, en las cercanías de la hornilla, nos acerca a nosotros mismos, a los otros y nos distancia de la soledad.

* Catedrático y escritor. alexdesantabarbara@yahoo.com

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