*Alex
Darío Rivera M.
Allá por el año de 1633, una de las
primeras mediciones de tierra que realizaron los ibéricos después de
despojárselas a los indígenas en este sector, lleva por nombre Cataquiles.
Dichas heredades comprendían desde la quebrada que hoy lleva el nombre de
Cataquila (producto de la deformación del vocablo Cataquiles), río Cececapa abajo,
hasta cerca de lo que fue el poblado de Tencoa, hoy una zona dedicada a la
producción agrícola, ganadera y al turismo de balnearios, esto, doscientos años
después de que el río Ulúa o Grande arrasara con ese pueblo (Finales del siglo
XVIII o inicios del XIX), en la que parte de sus vecinos se trasladaron al
pueblo de Santa Bárbara. En un documento de denuncia que realizan los
pobladores de Jalapa, Macholoa, Celilac, Carcamo y Yamalá a finales del siglo
XVIII, en contra de que Santa Bárbara Cataquiles desplace a Tencoa como
cabecera de partido, se puede percibir en dicho nombre, que la quebrada desde
aquellos años era un referente que escoltaba el nombre del pueblo. Las personas
que presentan la querella, lo hacen por considerar injusto el desplazamiento que
sufre Tencoa como referente económico, religioso y político, lugar
preponderante que es asumido por el recién fundado poblado de Santa Bárbara,
quien para ese entonces se convertía ya en el vecindario de mayor importancia
de la región, “opacando” el protagonismo que durante todo el período
prehispánico y colonial había ostentado Tencoa, ante ello, las comunidades
antes mencionadas, se solidarizan con Tencoa y se oponen a que Santa Bárbara
asumiera dicho liderazgo. Esto desde luego, se genera como consecuencia de que
en Santa Bárbara se establecieran importantes familias españolas y sefarditas
dedicadas a la ganadería, la industria de la zarzaparrilla, la pimienta y el
añil, entre otros; mientras que en Tencoa predominaba una población de
ascendencia indígena y mestiza, esa diferencia de orden económico y “racial”,
inclina la balanza a favor de Santa Bárbara. Pero lo que les quiero contar y
perdonen mi necio afán de detenerme mucho en lo histórico, es que en el caso de
los nacidos o criados en los márgenes de esta quebrada (La Cataquila), la
representatividad de ella para nosotros, es bastante significativa. Hace unas
noches, al conversar con un grupo de amigos, uno de los paisanos, hizo mención
a sus vivencias infantiles en la quebrada Cataquila (les) y tomé consciencia
–una vez más- que para los “Pateplumas”, cada vez que echamos un atisbo a
nuestras historias personales, terminamos haciendo referencia a escenas
asociadas con “locuras”, amistades, juegos, pescas, noviazgos y aventuras,
todas ellas, experiencias desarrolladas en ese riachuelo que durante millones
de años atraviesa neciamente esta tierra, dejando sus huellas no solo en su
topografía, sino en nosotros, los que llegamos después a este sitio a invadir
sus bordes. Muchos de nosotros, alegóricamente, somos hijos de la Cataquila.
Ese arroyuelo que en verano es manso, de abundantes peces multicolores, aguas
transparentes, pero que en periodo lluvioso, se abalanza con fuerza y violencia
a sus costados, queriendo imponer –tardíamente- su propiedad y dominio. Su
bravura siempre fue efímera, luego de ella, muchos aprovechábamos a bañar en
sus rojizas aguas a escondidas de la censura de los adultos. En torno a ella crecimos, jugamos, reñimos,
pescamos, escalamos sus barrancos, a ella, contamos nuestras alegrías y
tristezas. A sus aguas, se unió muchas veces nuestro llanto. Pero siempre, fue
la fiel testigo de nuestros sueños y esperanzas. A pesar de ser un lugar
especial en nuestras emociones y recuerdos. Un punto de encuentro, convivencia
y juego en años viejos, desde muchos años es un referente de contaminación, un
fiel reflejo de la sociedad que la sitia, la habita, la maltrata, la violenta,
la lastima, la deshonra, le imprime adjetivos que no merece: “huele como la
Cataquila” o la adopción –por parte de los aquí nacidos- del término Cataquila
a toda quebrada o dique apestoso que nos encontramos. En todo caso, deberíamos
decir: “Huele como nosotros la hacemos oler”. Desde hace muchos años, se le
arroja basura, heces, preservativos, animales muertos y otras inmundicias, pero
sobre todo, evidencia el desdén nuestro al no asignar valor a las cosas que no
tienen precio; pese a dicha desidia, no nos abandona, sigue recorriéndonos,
remitiéndonos a nuestra infancia, a aquellos momentos felices que vivimos y que
solo en la memoria de sus aguas podemos revivir. En su evocativo cauce y en las
juguetonas aguas se preserva la memoria colectiva de muchos de nosotros, a
ella, fueron arrojados nuestros cordones umbilicales en el momento preciso que
vimos la luz de Santa Bárbara por vez primera.
*Alex
Darío Rivera M. Catedrático y escritor. Email: alexdesantabarbara@yahoo.com
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