* Alex Darío Rivera M.
Teniendo a la
memoria histórica como referente y testigo, en torno al maestro han girado los
procesos organizativos comunitarios, en los cuales, a su vez, ha descansado el
escaso andar en el camino hacia el progreso y desarrollo de muchas comunidades
hondureñas, incipiente caminar que ha sido posible gracias a las diversas
acciones de gestión e incidencia política encabezadas por los educadores de
este país.
Situados en el
anacrónico hoy, cuando atisbamos el pasado en busca de conocer y reconocer el
papel del maestro en el contexto local, nos encontramos que en ese devenir
histórico del ayer, el protagonismo del docente fue más plausible, eran las
personas que asesoraban a las organizaciones comunitarias, acompañaban a sus
vecinos en la búsqueda de resolver la problemática que les aquejaba y ejercían
un liderazgo pleno por sus impecables características profesionales y humanas.
La labor del educador de aquellos años, que en la mayoría de los casos su
formación profesional era “empírica”, devengando un salario raquítico que no
siempre le saldaban en efectivo sino con especies como granos básicos,
gallinas, etc. y sin ningún tipo de derechos laborales, estaba caracteriza por
su empeño, compromiso y capacidad de entrega a los demás, actitud esta, que
compensaba -de manera quijotesca- sus debilidades académicas. Actualmente –sin
llegar a generalizar-, esa mística estampa del mentor se difuminó
convirtiéndose aceleradamente en un sugestivo recuerdo, donde la labor docente
no siempre trasciende las cuatro paredes del salón de clases.
Cuando revisamos con
detenimiento el Estatuto del Docente, particularmente en lo correspondiente a
su “Naturaleza, Fines y Objeto”, manifiesta que el mismo “Tiene
como propósito dignificar el ejercicio del magisterio…asegurarle al pueblo
hondureño una educación de alta calidad (artículo 1)”, esto evidencia un
reconocimiento o aceptación de que el accionar magisterial ha perdido su
esencia, pero sobre todo, parte de su dignidad, enfatizando que al mencionar la
palabra dignificación, no solo signifique mejorar las condiciones socioeconómicas
de los educadores para con ello “dignificar el magisterio”, sino que lleve
implícito asumir el verdadero rol del maestro y así, hacer referencia a una
verdadera dignificación.
Para contextualizar esa realidad, basta
echar una ojeada a Santa Bárbara, departamento este que como en el resto del
país, más del 75% de la población se encuentra por debajo de la línea de
pobreza, agudizada por los problemas de nutrición, salud, baja escolaridad y
deterioro ambiental. El análisis por departamento
muestra que los que presentan menores progresos en desarrollo humano son
aquellos sin acceso a las costas, de topografía montañosa y fronterizos, lo que
implica que el país continúa con un patrón de desarrollo espacialmente
inequitativo. Los niveles de violencia se han agudizado en los últimos años como
consecuencia del desempleo, la desintegración familiar, la inestabilidad en los
precios del café y un súbito aumento del crimen organizado, que en los
departamentos fronterizos, como el nuestro, se da en mayor medida constituyendo
los corredores principales.
En este maltratado
departamento, mas del 62% de los niños regresan a la escuela hasta que han
transcurrido los meses de la cosecha del café donde algunos se ganan los
uniformes y los útiles escolares, pero la gran mayoría ni eso, puesto que
muchas familias abonan o cancelan las deudas adquiridas con sus patronos
durante el año. Si bien muchas escuelas
tienen asistencia de niños y niñas se debe en gran parte a la merienda escolar
y a los recursos que –algunas veces- ponen a disposición de las esuelas y de
las comunidades las organizaciones no gubernamentales mediante sus programas de
acompañamiento, intervención y prevención de dicha vulnerabilidad.
Frente a ese desalentador cuadro, una de las únicas
posibilidades que aún se vislumbran es apostar por el mejoramiento de los
niveles educativos de la población, cuando hablo de ello, no me refiero
exclusivamente al interior de las aulas de clases, sino desde los diversos
espacios comunitarios que podamos convertir en plataformas de participación y
compromiso por modificar favorablemente esa realidad. Desde luego en esa
panorámica, nos encontramos frente a un reto de grandes proporciones, más aún,
si tomamos en consideración la diversa problemática estructural, entre la cual
podemos mencionar algunos: 1)- El soslayo por parte del Estado hondureño como
garante del derecho fundamental de todo hondureño de accesar a una educación de
calidad; 2)- Como consecuencia de esa primera limitante, la cobertura educativa
es insuficiente, la actitud ética de algunos docentes es “mediocre” e
irresponsable; 3)- El sistema educativo, como una instancia supeditada a las
bancadas políticas partidistas tradicionales y, 4)- El sistema educativo
nacional, carente de un sistema riguroso y permanente de monitoreo y
evaluación, libre de politización y/o cualquier otro factor que atente contra
la calidad de ese servicio educativo.
Frente a esa monstruosa “macroadversidad”, a veces
consideramos que muy poco podemos hacer para cambiarla, pero el docente no debe
olvidar que como agente de cambio puede transformar la vida de muchos niños y
niñas, hondureños y hondureñas que puedan demandar y forjar una Honduras mejor,
para ello, se requiere que su accionar trascienda sus compromisos meramente
escolares vinculándose activamente a ese universo al cual se debe, llamado:
Comunidad.
*Alex Darío Rivera M. Catedrático
y escritor. Email: alexdesantabarbara@yahoo.com
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